MI FE NO DEPENDE DEL ESTADO: UNA DEFENSA LEGAL DE LA LIBERTAD RELIGIOSA EN TIEMPOS DE PANDEMIA.


La libertad religiosa, como derecho humano, no se agota con la sola libertad de tener una determinada creencia. Este tipo de libertad consiste en la posibilidad, jurídicamente garantizada, de acomodar el sujeto, su conducta y su forma de vida a lo que prescriba sus propias convicciones y creencias, sin ser obligado a hacer cosa contraria a ella. Asimismo, se refiere al plano social, la libertad de culto, que se traduce en el derecho a practicar externamente de forma individual o colectiva la creencia hecha propia [1]; cabe decir, asistir a una iglesia a realizar sus actos litúrgicos.

Las libertades de conciencia y de religión vienen a ser derechos absolutos en la medida en que no puede imponerse algún tipo de restricción a una persona con respecto a su conciencia moral y a su actitud frente al universo; sin embargo, la restricción sólo es legítima cuando deba servir a alguno de los fines legítimos enunciados en la Convención americana de Derechos Humanos: proteger la seguridad, el orden, la salud o la moral pública, o los derechos y libertades de los demás [2]. La aplicación de alguna medida restrictiva ha de interpretarse, según lo ha entendido la Corte Interamericana de Derechos Humanos, sólo cuando exista un interés público imperativo que justifique la medida, y debe estar expresamente contemplada en una norma [3]. En consecuencia, mantener cerrados los lugares de culto en razón de la pandemia, sin dar lugar al establecimiento de un protocolo de seguridad e higiene para garantizar la asistencia restringida de los creyentes, y sin una ley expresa que lo prohíba, deviene en una clara vulneración a un derecho humano básico.

El ejercicio legítimo de la libertad religiosa no necesita de ninguna "autorización” del Estado, ya que dicho derecho no es una dádiva generosa o una creación intelectual de éste como para tener que esperar su venia para ejercitarlo; sino más bien es una facultad natural e inherente a todos sin excepción por el sólo hecho de ser seres humanos. Vale decir que es consustancial a toda persona. El Estado no tiene prerrogativa alguna para suspenderla, autorizarla, restringirla, ni mucho menos condicionarla.

El Estado no fue concebido para autorizar derechos, sino para garantizar el libre ejercicio de los mismos; por ende, éste no puede decidir cómo debemos creer, cuándo creer y hasta qué punto creer. No somos cautivos de sus designios sino de nuestras propias conciencias. Y si no somos capaces de defender nuestro libre derecho a creer y de manifestar nuestra fe pública y colectivamente, difícilmente seremos capaces de defender cualquier otro tipo de libertad.

Una libertad que se ejerce a medias es una represión solapada.

[1] Convención Americana de Derechos Humanos, artículo 12.1.
[2] Ibid., artículo 12.3.
[3] Corte IDH: La Colegiación Obligatoria de Periodistas, opinión consultiva 5/85, párrafo 46.



Alejandro Muñante

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